UNA NUEVA NORMALIDAD

RIZAR EL RIZO

Hace seis días que Manolo aprovechó la visita que su esposa, Carmen, realizaba a su madre, que se encontraba recluida en la residencia de ancianos, a la que acudía dos veces por semana, para montarse la fiesta en su casa junto a su amante, Clarisa. Los hijos del matrimonio por fin habían regresado a la escuela y les dejaban una tarde libre para avivar su desenfrenada pasión.


Carmen regresó a su hogar por la noche, junto a su hermano Raúl. No detectó nada sospechoso. Confiaba en que su marido no volvería a serle infiel por miedo a una contundente amenaza de separación.
Aquella misma tarde Raúl se dirigió a un parque de la capital, que frecuentaba con asiduidad, en busca de hacer realidad su secreta fantasía, una extraña obsesión que le movía a relacionarse con desconocidos que buscaban su mismo tipo de desahogo, unos encuentros intensos, breves, absolutamente penosos y aleatorios que le engendraban fuertes sentimientos de culpabilidad. Por la noche, junto a su amiga poliamorosa Jenny, disfrutarían de una velada de intercambio de parejas, como venían haciendo los martes y jueves de cada semana desde hacía varios meses atrás; parejas siempre desconocidas, nuevas, a veces incluso con la obligación de llevar máscaras para preservar su intimidad, y siempre en lugares distintos citados previamente a través de una aplicación de móvil.
Al día siguiente, en un bar próximo a su propio domicilio, la hija menor de Manolo y Carmen, Laina, en lugar de ir a clase, volvía a reanudar sus “románticos” encuentros con un hombre mucho mayor que ella de quien conocía solamente que se llamaba Gerardo y que le hacía ostentosos regalos.
Su hermano, Jospi, también mantenía su propio secreto: a pesar de que su padre aún no le había pagado las clases para el carnet de conducir debido a sus bajos resultados académicos, le encantaba conducir y, a menudo, aprovechaba que el coche de lujo de papá permanecía solo en el garaje para darse un garbeo y presumir delante de sus amigos. Pero aquella tarde tuvo la mala fortuna de darse una topada contra un árbol en las afueras del pueblo cercano. Sabía que aquello podía ser el fin de sus paseos motorizados, así que recurrió a un coleguilla, el Meca, para que, en secreto, reparara el desperfecto del coche en el taller de su padre lo antes posible. Allí quedaron con el Potra, un matoncillo de barrio que les suministraba la farlopa a cambio de extender su tráfico de menudeo por otros barrios. Potra le pagaría en negro los materiales de la reparación para que el padre de Meca no echara nada en falta en su taller.
Han pasado seis días de todo aquello, y mientras tanto todos han seguido su vida normal mantenido decenas de relaciones con conocidos y extraños.
Hoy Manolo presenta signos inequívocos de estar contagiado. Ha llamado rápidamente a su amante, pero ella, a pesar de estar contagiada y estar contagiando a su alrededor, no lo sabe ni presenta algún síntoma. Carmen, la mujer de Manolo, se irrita con esa tos tan molesta y persistente. El hijo de ambos, Jospi, ha sido víctima de una fiebre súbita y no deja de ir al lavabo. Su hermana, Laina, se burla de él continuamente a pesar de que este apenas le permite acicalarse tranquilamente en el cuarto de baño. No sabe que está contagiada ni lo va a saber posiblemente nunca, y a pesar de ello es una gran contagiadora.
Raúl ya ingresó ayer en urgencias del hospital comarcal. No tiene ni idea de si fue él quien contaminó al extraño del parque o fue a la inversa, aunque dos cosas tiene bien seguras: que también el otro estará infectado, contagiando por donde vaya, y que jamás se atrevería a descubrir su secreto.
−” Prefiero morirme antes que sentir la humillación de confesar mi vida íntima”.
El Meca es un tipo duro y no se ha dejado amedrentar por esos pequeños mareos y por una fiebrecilla que seguro “se me pasará en un par de días”; aunque su padre y algunos clientes del taller empiezan a mostrar síntomas evidentes del covi-19.
El amigo dadivoso de Laina se encuentra sedado en la UCI y teme más ser descubierto como acosador de menores que a los posibles estragos de la enfermedad vírica sobre su demacrado cuerpo.
−” Al fin y al cabo ya he vivido muchos años y quiero dejar un buen recuerdo a mis hijos. No me perdonaría jamás que descubrieran la verdad de mi doble vida.”
Varios rastreadores sanitarios tratan de localizar a contrarreloj a todos los contactos que aquellos nuevos infectados habían tenido a lo largo de los últimos días. Debían controlar el brote lo antes posible, no fuera a suceder como el día en que todo comenzó, cuando se aseguró con orgullo haber trazado con éxito los contagios de un único contaminador, un hombre alemán de vacaciones en un hotel de Canarias. Cuando poco después se descubrió que todo estaba fuera de control y las muertes y sucesivos contagios empezaron a llover tempestuosamente.
Los ávidos y preparados rastreadores luchan contra el tiempo para conocer toda la verdad. La cuestión es si algunos de los contagiados van a ser tan sinceros como para descubrir sus más íntimos secretos y correr riesgos para ellos tan importantes o más que el desarrollo de un virus que posiblemente no va a matarlos a todos. Otra cuestión es cómo van a poder localizar y contactar con toda aquella gente extraña que se exponía sin repudio a ser contagiada por otros desconocidos.
La conclusión es si seremos siempre capaces de conocer todos los eslabones de las cadenas de transmisión de este virus por encima de los intereses, miedos, secretos y responsabilidades de algunos.
Por supuesto que aquí, en pocos párrafos, se ha forzado un poco bastante la historia, pero somos millones los humanos que habitamos este planeta y entre los cuales existen millares y millares de historias secretas cuyos personajes no estarán siempre dispuestos a desvelarlas.
Una última conclusión es que dependerá de nosotros, de nuestra responsabilidad, del respeto que mostremos hacia nosotros y por la vida de los demás, que verdaderamente podamos vencer a esta pandemia y a otras que posteriormente nos sobrevendrán.