
Nuestras visitas al planeta Tierra se llevan produciendo desde hace unos 2 millones de años, cuando nuestros sistemas de navegación nos permitieron atravesar diversas galaxias a velocidades de teletransportación que nos permitían regresar a nuestros hogares en tiempos cortos que no ponían en peligro nuestra salud, no suponían un envejecimiento celular ni obstaculizaban nuestra vida familiar y social.
De todos modos, sabemos que navegantes de otras galaxias llegaron a visitar la Tierra incluso en los tiempos que fueron arrasados, por la caída de varios meteoritos entre otras causas, los mamíferos que la habitaban, como los dinosaurios y otras especies de gran tamaño.
Debemos confesar que unos y otros fuimos responsables de la aparición de algunos virus y bacterias que involuntariamente trajimos en nuestras frecuentes visitas a este planeta; algo similar a lo que ocurrió con los invasores europeos al llegar a tierras vírgenes en el continente americano o a lo que está sucediendo actualmente en este planeta en el que, entre otras causas, los incesantes viajes de mamíferos humanos de un lado al otro del mundo, transmiten todo tipo de enfermedades que recaen sobre todos los seres vivos que lo habitan.
De todos modos, desde hace millones de años ya existían otros microorganismos, virus, bacterias, hongos, que pululan desde tiempos inmemoriales por distintos lugares de la Tierra. Muchos de ellos fueron soterrados en el subsuelo, en medio de selvas frondosas y, muy especialmente, bajo capas de hielo de los polos terrestres que antaño parecían ser imperecederas.
A medida que los mamíferos humanos se adentran por parajes antes inhabitados, destruyen selvas enteras, contaminan el medio ambiente y se reducen las capas de hielo, algunos de aquellos viejos microorganismos reaparecen y son susceptibles de crear nuevas enfermedades, desconocidas por los terrícolas y que tanto daño hicieron hace varios millones de años, o incluso en épocas más recientes entre pueblos sudamericanos hoy extinguidos.
Algunas bacterias y virus todavía hoy se mantienen en las fauces, incluso en el torrente sanguíneo, de algunos animales supervivientes a las diferentes hecatombes que sufrió este planeta a lo largo de su historia. El acercamiento a estos animales, su caza, y muy especialmente el contacto con ellos o la ingestión de sus órganos, puede estar también en el origen de algunas de las últimas epidemias que está sufriendo el organismo humano.
Sin embargo, lo más triste de todo es que diversos mamíferos humanos, por cuestiones de poder, por temor a otras potencias o simplemente por jugar a ser dioses, manipulan en la oscuridad de sus laboratorios, a menudo subvencionados por secretos programas gubernamentales, a estos virus y bacterias para hacerlos más letales; tan mortíferos que, a menudo, como les ha ocurrido con el uso de la energía nuclear, ni siquiera son capaces de detener sus efectos si escapan de sus recipientes de confinamiento. Algunos de estos microorganismos, además, sufren continuamente agresiones del exterior que pueden derivar fácilmente en mutaciones que aún hagan más difícil su control.
Todavía no hemos analizado con detenimiento la presencia de este último virus al que los mamíferos humanos denominan como SAR-CoV-2 y que provoca la sintomatología de la enfermedad llamada COVID-19.
En realidad tampoco nos preocupa demasiado en relación a nuestra supervivencia, puesto que desde hace algo más de 40.000 años fuimos capaces de encontrar la solución; una respuesta que se mostró como la única eficaz para cualquier tipo de microorganismo que fuera potencialmente peligroso para nuestras vidas. Al principio encontramos diversas soluciones para incrementar la velocidad y eficacia en la reacción de nuestros sistemas inmunitarios; hasta que, posteriormente, decidimos incorporar al genoma de nuestra especie una serie de códigos nuevos que nos han hecho inmunes a cualquier infección parasitaria o incluso que pudiera proceder de virus, bacterias u hongos todavía sin clasificar.
Sí nos preocupa la falta de respuesta, cada vez más extendida, o la respuesta desproporcionada, por parte de los sistemas inmunitarios de los terrícolas humanos, cada vez más deteriorados debido a muy diversos factores entre los que llaman especialmente la atención la alta contaminación de su planeta, el quebranto progresivo de sus organismos y la falta de una verdadera conciencia social para tomar medidas efectivas que corrijan su acelerado declive. A pesar de todo ello, debemos poner en valor los avances, muy significativos, de los científicos terrestres. Estamos seguros de que, si el tiempo lo permite y no sucumben antes como especie, terminarán por llegar a resultados como los nuestros, o parecidos, que posibilitarán su supervivencia como especie, una especie valiente y, a menudo, solidaria, con la que deseamos contactar, en cuanto su evolución nos lo permita, para trabajar conjuntamente y seguir investigando y colonizando otros mundos exteriores aún por conocer.